Todo el mundo tiene derecho a tener una nacionalidad

Todo el mundo tiene derecho a tener una nacionalidad

En los cafés de Granada, digo, en las tabernas,
siempre se podrá hablar de Cataluña,
no estarán los huesos de Lorca cuando volvamos,
ni su sobrina Laura, ni el gitano de Morente,
ni mi moto Manoleta, ni tan siquiera mi padre,
ni el viejo Pedrito enunciará la humilde
necesidad de distorsionar los sentidos para ver.

Pero de qué otro tema podrá hablarse,
-digo yo, hace tiempo que estoy lejos-
tal vez de que el culo de la Guiomar
es como una gitana virgen pariendo
atardeceres, en la ciudad de los atardeceres
larguísimos, como el discurso onanista de Clinton
frente a la Alhambra, como el canto de Boabdil en la Torre de la Vela.

No creo que el quejío lo haya dicho todo,
no ha dicho que Dios no es la espiga ni el minuto,
ni la azarosa historia y sus abismos,
no ha dicho que el perro andaluz
era un siervo despeñado por un barranco desde una torre,
y así se marcan los límites de la península.

En los cafés de Granada, digo, en las tabernas,
de qué otro tema podrá hablarse,
de que los rascacielos opacan los atardeceres
en las ciudades donde emigramos,
(Madrid, Londres, Luxemburgo, Florida)
porque aquí ya no queda vino que llevarse al gaznate
y así no hay quien se masturbe ni quien llore cisnes,
que los compadres no criaremos a nuestros hijos
bajo estos atardeceres rojos
bajo estos paredones
bajo este palacio,
que el culo de la Guiomar está sentado en un avión
y ay qué pena señor, ay qué pena,
que están naciendo atardeceres más allá del meridiano,
pero no, no se parecen a nuestros hijos,
que volveremos a vernos cuando
la procesión del Cristo del Silencio
calle, por un momento, a toda la ciudad,
y no se hablé más en las tabernas
de lo mala que está la cosa por Cataluña,
porque eso ya lo sabemos,
por eso allí no emigramos.

Y no se hable más del miedo de seguir estando vivos, la culpa de morirnos para nada.

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